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2025. Cumplimos un cuarto de este siglo XXI y la situación es cada vez más preocupante: a Ucrania y Gaza, los conflictos más mediáticos de la actualidad, se le ha sumado la victoria del yihadismo en Siria y el recrudecimiento de las guerras civiles en lugares como Myanmar, Etiopía, Sudán del sur, Somalia o Yemen, por mencionar algunos. En el horizonte se encuentran posibles focos calientes, algunos bien conocidos —como la isla de Taiwán— y otros novedosos, como las actuales disputas entre la República Democrática del Congo y Ruanda. Y desde luego, no podemos olvidar los distintos conflictos a menor escala que pueblan el mundo, desde las insurgencias en Filipinas hasta la liberación del Sáhara Occidental, pasando por las luchas contra el yihadismo en África del norte y central. Es la cara desnuda y sin maquillaje del sistema económico y social en el que nos situamos: el imperialismo.

Esta situación mundial del imperialismo suscita una preocupación cada vez mayor entre la mayoría de la población mundial. Así lo demuestran ciertas acciones y protestas a lo largo de todo el planeta, especialmente en las demostraciones de solidaridad con el pueblo palestino, con ejemplos brillantes de solidaridad como las acampadas universitarias, que se encontraron con una represión especialmente brutal en algunos países como Alemania o EE.UU. Es posible que el porvenir esté esbozando nubes cada vez más grises sobre nuestras cabezas, pero también es innegable que la paz sigue siendo una aspiración para millones de personas, precisamente en un momento en el que se nos prepara continuamente para asimilar que la guerra está llamándonos a la puerta.

Porque de hecho ya estamos participando en muchas de ellas. No hace falta un análisis extremadamente profundo para encontrar, en todos los conflictos que se mencionaban al principio, un denominador común: la implicación de países extranjeros. Ya sea en forma de financiación, mediante la venta de distinto tipo de armamento a uno de los bandos implicados —o a varios de los mismos—, a través de apoyo logístico o encarnada en las figuras de los asesores militares o de las “empresas militares privadas”, los distintos países intervienen, de forma más o menos evidente, allí donde sus mal llamados “intereses nacionales” —que son los intereses de sus grandes capitalistas— se ven comprometidos o donde se ven capaces de conseguir una mejor situación para los mismos. Los estados imperialistas no actúan, en este caso, con objetivos distintos a los que tienen en tiempos de paz, cuando impulsan acuerdos de comercio, financian grupos afines que puedan incidir en la política doméstica de otros estados o incluso influyen en los resultados electorales de éstos. La diferencia radica, en realidad, en los métodos que sean necesarios para conseguir dichos fines y en el contexto histórico de cada momento.

Y el contexto actual de este sistema, en concreto, se caracteriza por un estado volátil y altamente peligroso de las relaciones internacionales. En poco más de una década, el mundo se vio azotado por dos crisis económicas devastadoras —2007 y 2020— que contribuyeron a remodelar la economía de todos los países capitalistas del planeta y supusieron un mayor desequilibrio en sus relaciones internacionales. Al mismo tiempo, la economía se internacionalizó, volviendo a los países aún más dependientes unos con otros, pero nunca en una situación de igualdad entre las partes. Esta mayor dependencia, que sigue aumentando cada día, obliga a los países a proteger con mayor celo las cuotas de mercado y el acceso a fuentes de energía y recursos de las que ya gozan las empresas a las que protegen; y también —para no quedarse atrás— a intentar arrebatar las que ha conseguido su competencia.

Estas dinámicas, que no son en absoluto nuevas, generan una carrera en la que todos avanzan y retroceden, pero no al mismo ritmo. Los que más logran avanzar intentan imponer sus condiciones, y a la vez los que van quedándose atrás se resisten a aceptarlas de buena gana. Cuando esta contradicción no se puede resolver por medios ordinarios, acaba conduciendo a conflictos armados. En este sistema, dichas contradicciones son cada vez más frecuentes y bruscas, y el peligro de nuevos conflictos aumenta vertiginosamente.

Ejemplos hay muchos en todos los niveles de intensidad. Los aranceles estadounidenses a productos chinos son una de las muchas medidas con las que EE.UU. pretende limitar el potencial del gigante asiático. La intervención de Rusia en Ucrania responde, entre otros factores, a la necesidad de mantener un espacio de dominio en sus proximidades que le permita seguir creciendo. La intervención directa de Turquía en Siria, o la financiación de ciertos grupos o gobiernos por parte de Arabia Saudí, Catar, los Emiratos Árabes Unidos o Irán en los conflictos en Oriente Medio, responden a una lucha cada vez menos soterrada por la hegemonía en la zona, algo similar a lo que realizan Sudáfrica y más recientemente Ruanda en África. Incluso la intervención de las islas Seychelles en las operaciones militares en el Mar Rojo responde a su escalada internacional de posiciones.

Dentro de todo este sistema general, así mismo, es habitual que se conformen bloques de países. En tanto que las dinámicas son cada vez más internacionales, es cada vez más común ver cómo toda una serie de países se unen, en el ámbito económico, político y/o militar para defender sus intereses comunes, a cambio de una serie de concesiones que se realizan para amortiguar las pugnas internas que —obviamente— existen en organizaciones de este tipo, donde también existen diferencias entre los miembros y que pueden ser suficientemente relevantes como para suponer una amenaza a la existencia del propio bloque.

Una realidad que conocemos de primera mano en España. Los principales bloques imperialistas en los que se inserta, la Unión Europea y la OTAN, han sido útiles para las grandes empresas de nuestro país —acceso a nuevos mercados, mejores condiciones para su actividad económica, etc.— que no se han reflejado en la mayoría de la población. A cambio, nuestro deber de “cumplir con nuestras obligaciones” nos obliga a multiplicar el gasto en defensa, a que nuestras tropas participen en misiones imperialistas y a asistir en las guerras en las que participen los socios — obligaciones que los imperialistas españoles cumplen con gusto, por cierto, aunque suponga destinar los fondos públicos a la industria militar en vez de a cubrir nuestras necesidades, las de los trabajadores y nuestras familias.

Se vuelve una necesidad, pues, construir una herramienta que luche contra estas instituciones que nos están dirigiendo a una futura guerra. Una herramienta que denuncie todas las políticas imperialistas que imponen la UE y la OTAN y aplican nuestras administraciones. Una herramienta que organice las aspiraciones de paz que la mayoría de la sociedad —la que se vería arrastrada a los campos de batalla por intereses que no le son propios— mantenemos. Una herramienta que pueda imponer los intereses de los trabajadores y de las capas populares de nuestro país sobre los que se lucran con la guerra, sabiendo que en nuestra memoria colectiva tenemos brillantes ejemplos de solidaridad organizada por la paz: las Brigadas Internacionales que dieron su vida en los campos de España contra los agresores nazi-fascistas, las luchas contra la entrada de nuestro país en la OTAN, las campañas de solidaridad contra el bloqueo en Cuba y con el pueblo saharaui, las manifestaciones contra la guerra de Iraq o las acampadas universitarias del año pasado pidiendo la ruptura de relaciones con Israel.

El COSPAZ es la herramienta que recoge todas esas experiencias de lucha por la paz y que tiene los medios para poder cumplir con esos objetivos. El camino que empezamos a recorrer es largo y tortuoso, pero la meta es clara: construir una sociedad que conozca la paz. Y no nos cansaremos hasta lograrlo.